Después de casi medio siglo de recuerdos compartidos, mi marido, al que llamaré Tom, soltó una bomba inesperada: quería el divorcio. Era un martes cualquiera cuando me miró directamente a los ojos y, con calma y un poco de emoción, declaró que quería «libertad». Libertad, dijo, de lo que consideraba una vida estancada conmigo, su mujer desde hacía 47 años.Mientras Tom se dedicaba a empaquetar sus pertenencias y a visitar abogados, yo decidí examinar más de cerca nuestras finanzas. Después de todo, había pasado años gestionando los presupuestos domésticos, pero me di cuenta de que gran parte de nuestras cuentas compartidas seguían bajo el control de Tom.
Pero cuando empecé a ordenar años de papeleo, empezó a ocurrir algo extraordinario. Descubrí pequeñas inversiones de las que me había olvidado, pequeños ahorros de cuando trabajaba a tiempo parcial o recibía pequeñas herencias de parientes lejanos. A lo largo de los años, los había dejado de lado, siempre pensando en «algún día», pensando que nos servirían a los dos.
Es curioso cómo la vida nos sorprende, cómo la decisión de una persona puede transformar lo que creíamos saber. La declaración de libertad de Tom resultó ser mi propia liberación inesperada.
Puede que la vida después de 47 años de matrimonio no sea lo que había imaginado, pero me ha llevado a un lugar que aprecio. Espero con ilusión cada día, sabiendo que mi viaje no ha hecho más que empezar: una pincelada, una amistad y una aventura cada vez.