Siempre le había encantado pasar tiempo con su abuelo Walter.
Desde pequeña, lo escuchaba leer sus libros, con una entonación especial, como si viviera cada línea. Pero los últimos cuatro años lo cambiaron todo: su abuelo perdió la vista. Ahora ella se había convertido en su voz, leyéndole sus cuentos favoritos.
Un día de verano, decidieron tomarse un respiro de los clásicos y buscar algo nuevo en un viejo estante que nadie había revisado en mucho tiempo. Zosia encontró un libro rojo descolorido, con la cubierta casi completamente desgastada. Lo sacó con cuidado, como si fuera un preciado tesoro del pasado, y se lo llevó a su abuelo.
—¿Encontraste algo? —preguntó al oír sus pasos—.
Un libro sin título. Pero se siente… cálido al tacto. Como si estuviera esperando —dijo la chica con una sonrisa.
Walter pasó la mano sobre la tapa y de repente se quedó congelado.
“Este soy… yo…” tragó saliva. “Margaret me lo regaló. Mi primer amor. Éramos muy jóvenes. Nunca lo leí; tenía demasiadas emociones, demasiados recuerdos.”
Zosia sintió que el silencio se había apoderado de la habitación. Incluso el té en la taza parecía de repente fuera de lugar.
—Abuelo… ¿quieres que te lo lea? —preguntó en voz baja.
Él asintió lentamente.
Desde las primeras líneas, una atmósfera diferente flotaba en el aire. Este no era un libro cualquiera: era una historia de amor: tierna, sincera, escrita con el corazón. Cada párrafo conmovía el alma de Walter como un eco de algo bien conocido.
Y de repente… un sobre delgado y amarillento salió del libro. Zosia lo recogió y miró a su abuelo.
“Hay una carta… de ella”, susurró.
Con el corazón latiendo con fuerza, empezó a leer. Línea a línea, la verdad se revelaba: Margaret se había ido porque estaba empezando a perder la vista. No quería ser una carga para la persona que amaba, no quería que él sacrificara su vida por ella. Y se fue sin explicarlo todo.
Walter escuchó como si llevara años oyendo la voz de Margaret. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
«Pensé… Estaba seguro de que simplemente se había ido. Pero resulta que me amaba tanto que desapareció por mí…», susurró.
A la mañana siguiente, Zosia convenció a sus padres de ir a la antigua dirección del sobre. Y el destino pareció darles una señal: los familiares de Margaret aún vivían en esa casa. Dijeron que ahora se alojaba en una residencia de ancianos cercana.
Unos días después, llevaron a su abuelo allí. Estaba emocionado y callado. Zosia le tomó la mano y sintió que su corazón latía con fuerza.
En la habitación junto a la ventana estaba sentada una anciana de cabello canoso y sonrisa amable. Cuando Walter pronunció su nombre, se estremeció. Y entonces reconoció su voz.
“¿Walter?..” —su voz temblaba como siempre.
Se acercó, tomó su mano, tan conocida, aunque ahora ligeramente temblorosa.
Hablaron largo y tendido. Muchísimo tiempo. Rieron, recordaron, se disculparon y guardaron silencio; ese silencio que solo las personas cercanas pueden compartir. Dos personas cuya historia había sido interrumpida a media frase se reencontraron después de décadas.
Más tarde, cuando Zosia le preguntó a su abuelo cómo se sentía, él respondió:
No sabemos cómo nos vemos ahora. Ella no puede verme, y yo tampoco. Y quizás eso sea aún mejor. Porque nos vemos como éramos entonces. Cuando teníamos dieciocho años.
A veces la vida esconde los encuentros más importantes para dárselos en el momento justo. Y a veces el amor no termina. Simplemente espera, sesenta años si es necesario. Y luego regresa. En silencio. Para siempre.