Después del veredicto, pidió despedirse del perro, y algo inusual sucedió en la sala del tribunal.

HISTORIAS DE VIDA

La sala del tribunal quedó sumida en un silencio absoluto.
Todos los presentes —abogados, jurados, periodistas, espectadores al azar— permanecieron inmóviles, sin emitir sonido alguno. La tensión en el ambiente era palpable.

El juez, vestido de negro, anunció con calma:

—Alex Miller, exagente de las fuerzas del orden. El tribunal lo declara culpable de abuso de poder.

Las palabras sonaban apagadas y distantes. Alex permanecía con la cabeza gacha y el corazón apesadumbrado. Tenía las manos apretadas y los labios apretados en una fina línea. No se resistió, no protestó, no intentó defenderse. Lo único que quería era despedirse definitivamente.

—Su Señoría —susurró finalmente—. No tengo familia ni seres queridos. Pero tenía un amigo fiel. Por favor, permítame despedirme de él… Con mi perro, Rex.

Un murmullo silencioso recorrió la sala. No era una súplica de clemencia. Era… humanitario.
El juez miró al fiscal. Este asintió lentamente.

Unos minutos después, la puerta se abrió. Un pastor alemán entró con seguridad en la sala. Se llamaba Rex.

El perro se movía con calma, como si comprendiera la naturaleza especial del lugar. Sus ojos eran muy expresivos: ni agresivos ni asustados, sino sabios. Reconoció a Alex de inmediato. Con un profundo suspiro, corrió hacia él.

Alex se arrodilló. Abrazó al perro, lo abrazó fuerte y le acarició la cabeza. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Lo siento, Rex… Te decepcioné. No me defendí ni a mí mismo ni a ti. Pero siempre estuviste a mi lado… Incluso cuando otros me daban la espalda.

Fue una escena conmovedora. Incluso a algunos jurados les temblaba la barbilla. Pero en ese preciso instante, ocurrió algo inesperado…

Rex levantó la cabeza de repente y, sin mirar atrás, se alejó de Alex. Se dirigió directamente hacia el hombre que estaba junto a la pared del fondo: otro policía. Era Oliver, el excompañero de Alex, cuyo testimonio fue clave en el caso.

Rex se acercó y de repente gruñó. No muy fuerte, pero sí con firmeza. Empezó a tocar el bolsillo del uniforme de Oliver con la nariz.

Todos se quedaron paralizados. Incluso el juez se inclinó ligeramente hacia adelante.

— ¿Qué pasa? — preguntó en voz baja.

Oliver parecía avergonzado e intentó retroceder, pero el oficial del tribunal se le acercó y le pidió amablemente que se detuviera. Sacó una pequeña memoria USB del bolsillo.

El juez frunció el ceño:

— Por favor conéctelo al ordenador.

Unos segundos después, aparecieron videos en la pantalla. Mostraban a alguien contando dinero, copiando documentos y comentando actividades sospechosas. Una de las voces de la grabación le resultaba demasiado familiar a Alex…

Pero de repente todos oyeron:
—Tranquilos. Le echaremos la culpa a Miller. Se queda callado. Siempre callado.

Se hizo el silencio. El juez miró al fiscal, quien miró al guardia de seguridad.

—Se levanta la sesión. Hay que analizar las nuevas pruebas. Sr. Miller, queda exento temporalmente del veredicto. Y, por favor, recompense al perro con algo sabroso.

Un aplauso contenido resonó en la sala. No fue una victoria, sino un alivio. La justicia aún no había triunfado, pero la esperanza había surgido.

Alex seguía arrodillado, aturdido y conmocionado. Rex se acercó de nuevo y le apretó el hocico contra la mejilla.

—Me salvaste, como siempre —susurró Alex—. Siempre supiste en quién confiar…

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